En
torno al arte contemporáneo venezolano
En los
últimos 20 años, el arte contemporáneo venezolano ha estado inmerso en una situación
social compleja y problemática, en la que lo que prevalece es una “violencia” fáctica
o simbólica irrestricta, por ello, nuestro arte ha concretado su vocación
política inscribiéndose en el mundo como una especie de documento crítico, de
“archivo”, en el que se depositan diversos aspectos fundamentales de nuestra
realidad, identidad e historia.
Por ello,
a pesar de sus diferencias, la mayor parte de las producciones artísticas contemporáneas
venezolanas se han realizado a partir de dos estrategias distintas y, en cierto
sentido, contrapuestas. Primero, a partir de la re-interpretación sostenida de la
tradición abstracto-geométrica dominante desde mediados del siglo pasado, y que
se afirma históricamente como el ingreso de la cultura nacional a la
modernidad, con un proyecto de “civilidad” que propone la transformación de lo
común hacia particiones más racionalizadas e institucionales. Segundo,
construyendo un fragmentario archivo testimonial de los modos de ejercerse la
violencia en nuestro entorno socio-político, así como de los efectos que ella
tiene en las formas de vida ordinarias.
En el
primer caso, se trata de una “recuperación crítica” del proyecto moderno al interior
de un contexto socio-político que tiene una tendencia francamente pre-moderna y,
en cierto sentido, “ruralizante”. Esta recuperación de la tensión utópica y
proyectiva de la modernidad, a través de la reinterpretación del sueño
racionalista y geométrico, opera como un momento de crítica –de puesta en
crisis- de la función representativa y simbólica tanto de los discursos
políticos como estéticos.
Hoy
encontramos a su vez, dos vertientes, por una parte, obras que haciendo énfasis
en lo visual, en lo propiamente plástico, recuperan los elementos geométricos y
cromáticos propios de esta tradición y proponiendo reelaboraciones en las que
ese modo abstracto se modula, se “naturaliza”, se flexibiliza y se hace leve,
frágil, inesperadamente poético. En esta primera vertiente tenemos a artistas
como Magdalena Fernández, quien con sus videos e instalaciones, reinscribe y
reinterpreta momentos fundamentales de la historia del arte y del arte
geométrico (global y latinoamericano), fragilizando la rigidez geométrica
impregnándola de sonidos, quiebres y movimientos, y convirtiéndola en una
experiencia sensual, orgánica que tiende hacia la naturaleza. Jaime
Gili, cuya apropiación de la tradición geométrica y abstracta se realiza
estableciendo una suerte de discurso sobre la eminencia de la representación y sobre
sus sistemas de construcción, logrando producir unos dispositivos de percepción
en los que se trastocan las polaridades tradicionales propias de las lógicas de
la representación. Eugenio Espinoza, para quien el hacer artístico es un
ejercicio irreverente, gracias al que logra subvertir el cañón modernista con
el que reiteradamente trata, sea desafiando el arte cinético, o involucrando en
sus obras estrategias posminimalistas, o explorando diversos modos de participación
activa del espectador. Juan Iribarren, con sus fotografías y pinturas, en las que
la tradición geométrica se contamina de cotidianidad, de experiencia
fenomenológica, elaborándose a la manera de un archivo
que excede y convoca la pintura, la condición fotográfica y el espacio real de
producción, y que opera como inscripción de su propia modo de ver, de su
ejercicio de observación. Todos ellos, cada quien con sus propias estrategias, tratan
la tradición abstracto-geométrica reconfigurándola críticamente, reconfigurando
su lugar y sus pretensiones, contaminando de cotidianidad y actualidad sus
figuraciones.
Por la
otra, obras que reflexionan sobre la modernidad desde el punto de vista de lo urbano,
sea retomando los productos arquitectónicos –cívicos- con los que ese proyecto moderno
pobló las ciudades, especialmente la capital: Caracas, o sea indagando acerca de
la forma-de-vida que lo urbano y la modernidad implican. Estas obras, recuperan
los vestigios, los “desechos simbólicos9”
diría Balteo, que conforman el legado de los distintos proyectos modernos que
intervinieron la realidad venezolana durante buena parte del siglo XX. Tanto
los que recuperan los espacios arquitectónicos, como los que reflexionan acerca de la forma de vida urbana, los
trabajan críticamente para mostrar desde y en ellos los efectos y los fracasos
que lo acompañan, las deudas que allí se generaron.
En esta segunda
vertiente tenemos artistas como Alexander Apóstol, con diversos videos y
fotografías, por ejemplo, en su obra Caracas Suite, Apóstol trabaja sobre
algunos edificios paradigmáticos de la Caracas moderna que son utilizados como
metáforas de la euforia modernizadora, del sueño de modernidad, que actualmente
agoniza. Lavados, desechos, convertidos en ausencia (manchas blancas), en ellos
se escenifica un programa de progreso que se inscribió únicamente en las
arquitecturas, evadiendo (dando la espalda) a la heterogeneidad propia de la
siempre cambiante realidad socio-política en la que se ubicaban. Luis Molina
Pantín, con una obra heterogénea: fotografías, colecciones de objetos, afiches,
instalaciones, elabora una “arqueología urbana” desde y en la que transita por
los modelos simbólicos de lo urbano en Venezuela y Latinoamérica, impregnándose
de cotidianidad, de recorridos y tránsitos, poniendo en crisis la obsolescencia
prematura de los productos de la sociedad global, los cambios tecnológicos y la
moda. Gerardo Rojas con sus múltiples “archivos” fotográficos de la ciudad de
Caracas en los que registra sus miradas y sus tránsitos, su experiencia de la
ciudad, reconociendo y clasificando sus individuos, movimientos, viviendas y
paisajes, produciendo una suerte de narración cartográfica de la cotidianidad
llena de vistas y detalles. Alessandro Balteo, quien ha desarrollado una
práctica híbrida que incorpora las actividades de un investigador, archivista,
historiador y curador, apropiándose de estilos formales o incorporando obras de
otros autores. Retoma la modernidad haciendo hincapié en las nociones de
autoría y autoridad cultural, elabora unos relatos que están motivados por
cuestiones socio-políticas. De un modo más íntimo pero igualmente crítico, Luis
Lizardo, con sus fotografías y revistas cortadas, genera unas obras que se construyen
desde la representación como materia para constituir lugares de incertidumbre y
en las que se muestra el desvanecimiento de un mundo, una realidad que se
difumina. Luis Arroyo, quien indaga acerca de basta geografía de lo creador,
elaborando unos objetos que pierden su carácter absoluto, su condición
re-presentativa para establecerse como un obrar, como una actividad transitiva
y transicional.
En el segundo
caso, en el archivo fragmentario que da cuenta de los devenires de nuestra
cotidianidad, sea documentando su violencia, o gestionando asuntos
concernientes a la memoria y la identidad, las obras funcionan como testigos y
testimonios de una realidad que se muestra siempre excesiva, excedente y
exterior. En este sentido, ponen en crisis o hacen crítica de las estructuras
socio-políticas y culturales tanto históricas como actuales, aquellas en las
que convivimos así como de las condiciones mismas de posibilidad que en ellas
se dan para el ejercicio de la ciudadanía y la convivencia; igualmente tematizan cuestiones
concernientes a la identidad y a los modos cómo ésta se
elabora y se expresa, sea en términos de una memoria personal que contamina –y
se contamina-
de problemas sociales, o en términos de la reinscripción y reinterpretación del
patrimonio intangible.
Entre los artistas que dan cuenta
del devenir de nuestra cotidianidad, en sus aspectos de mayor violencia y
dureza, encontramos a Iván Amaya, con una instalación, en la que se indaga
acerca de la cotidianidad y las formas de construir los barrios, reflexionando acerca
de las condiciones de vida, así como de las tensiones que operan en la
Venezuela contemporánea. Juan José Olavarría, quien elabora una suerte de
“museo histórico de la Venezuela contemporánea”, elaborando unos lugares
tenebrosos, incómodos, de sufrimiento y de violencia, ambientes sombríos y
amenazantes en los que, irónicamente, exige una lectura crítica de las
dinámicas socioculturales. Juan Carlos Rodríguez, quien se ha dedicado a
explorar las diversas formas de vida que, antagónicamente, conforman la cultura
nacional, desde paisajes en los que se comprometen por igual el imaginario
popular y una mirada personal y reflexiva. Mariana Rondón, con sus
instalaciones o videos, en las que con un lenguaje híbrido se reflexiona acerca
de los sistemas de representación tanto políticos como culturales, así como
acerca de las relaciones de poder y las condicionesde vida que allí se
inscriben. Nelson Garrido, un constructor de iconografías inquietantes y
críticas, en sus obras la realidad cotidiana se registra en sus aspectos más
difíciles, y se elabora un relato de las prácticas recurrentes del ser urbano
nacional. Luis Poleo, produce unos dispositivos divergentes, que operan
irónicamente, y que en lugar de reproducir y afirmar las narrativas y estrategias
del poder, las desenmascaran, las descubren, haciendo evidente tanto sus
disconformidades internas, sus paradojas: sus absurdos y disparates, como
algunos de sus efectos impensados. Eduardo Gil, quien afirma la textura
política de sus obras al establecer una conexión con el mundo que se instala
siempre más allá de las fronteras de la representación o la presencia
imaginaria (a las que generalmente hace desfallecer) y que intenta imponer-se
como momento de crisis y reconfiguración.
Algunos de
los artistas que indagan la identidad y la textura del ser nacional, desde una
mirada personal en la que confluye la gestión de la memoria y una comprensión crítica,
encontramos a Julia Zurrilla, con sus videos, en los que textos e imágenes construyen narraciones indefinibles,
en los que la palabra opera como figura y se reinscribe una crónica del presente,
iluminada de pasado, en la que un tejido de fragmentos proponen una
multiplicidad de sentidos que tensa un significado que se guarda siempre como secreto: una
memoria velada, escurridiza. Christian Vinck, quien interpreta pictóricamente
diversos tipos de “relatos” identitarios, en los que se ponen en crisis los
modos tradicionales y autoritarios de representación. Marco Montiel-Soto, para
quien la memoria es un acontecimiento que se convierte en un lugar de
reflexión, en un circuito de retroalimentación, en el que se reconoce el
artista y su cultura como una de la que no puede escapar, pero que cree que
siempre puede alterar y volver a pensar. Iván Candeo, cuyas obras en video
además de tratar problemas inherentes a la representación y las paradojas de la
temporalidad, se ocupa en las fisuras alegóricas que transforman a los iconos
en ruinas, así como en el desmontaje de espacios míticos y simbólicos. Juan
Pablo Garza, cuya obra a partir de una persistente indagación sobre la
fotografía como lenguaje y técnica, explora las posibilidades de transformación
de los espacios cotidianos en materia expresiva, a partir de estrategias como
la manipulación de escenas encontradas o la construcción de imágenes.
Esta
vocación política es inmensamente difícil, por otra parte, porque al instaurarse en un
ámbito en el que se han colonizado económicamente la comunicación y las experiencias
estéticas, le es complejo lograr producir grietas en los órdenes establecidos
de interrelación. Por ello, como respuesta a esta dificultad han consolidado
una suerte de desimaginación de la imagen, para dar lugar a la aparición de espacios
de “comunidad” y, especialmente, para deliberar políticamente sobre sí misma y sus
contextos inmediatos.
9 Alessandro Balteo propuso en los años 90 una obra en la que proponía que los vestigios del proyecto moderno, en sus diversos modos, podían ser pensados como “desechos simbólicos”, una suerte de excresencias que a pesar de su condición de restos conformaban el acervo simbólico de Venezuela, especialmente de sus ciudades.
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